domingo, 6 de abril de 2008

San Agustín

San Agustín

(354 - 430)

Agustín de Hipona

San Agustín, de Sandro Botticelli, c. 1480

Nombre Aurelius Augustinus
Apodo {{{apodo}}}
Nacimiento 13 de noviembre de 354
Souk-Ahras, Argelia
Muerte 28 de agosto de 430
Hipona
Festividad 28 de agosto (Occ), 15 de junio (Ori)
Venerado en La mayoría de las denominaciones Cristianas
Simbología
Patrón Teólogos

Nacimiento – conversión – regreso a África

“Nació San Agustín en provincia africana, en la ciudad de Tagaste, de padres cristianos y nobles, pertenecientes a la curia municipal. A su esmero, diligencia y cuenta corrió la formación del hijo, el cual fue muy bien instruido en todas las letras humanas, esto es, en las que llaman artes liberales. Enseñó primeramente gramática en su ciudad, y después retórica en Cartago, y en tiempos sucesivos, en ultramar, en Roma y Milán, donde a la sazón estaba establecida la corte de Valentiniano el Menor. En la misma ciudad ejercía entonces su cargo episcopal Ambrosio, sacerdote muy favorecido de Dios, flor de proceridad entre los más egregios varones. Mezclado con el pueblo fiel, Agustín acudía a la iglesia a escuchar los sermones, frecuentísimos en aquel dispensador de la divina palabra, y le seguía absorto y pendiente de su palabra. En Cartago le habían contagiado los maniqueos por algún tiempo con sus errores, siendo adolescente; y por eso seguía con mayor interés todo lo relativo al pro o contra de aquella herejía (1, 1-4).

De este modo adoctrinado, con la divina ayuda, suave y paulatinamente se desvaneció de su espíritu aquella herejía, y confirmado luego en la fe católica, inflamóse con el deseo ardiente de instruirse y progresar en el conocimiento de la religión, para que, llegando los días santos de la Pascua, lograse la purificación bautismal. Así, Agustín, favorecido por la gracia del Señor, recibió por medio de un prelado tan excelente como Ambrosio la doctrina saludable de la Iglesia y los divinos sacramentos (1, 5).

Contaba a la sazón más de treinta años, y le acompañaba sola su madre, gozosa de seguirle y encantada de sus propósitos religiosos, más que de los nietos según la carne. Su padre había muerto ya (2, 3).

Después de recibir el bautismo juntamente con otros compañeros y amigos, que también servían al Señor, plúgole volverse al África, a su propia casa y heredad; y una vez establecido allí, casi por espacio de tres años, renunciando a sus bienes, en compañía de los que se le habían unido, vivía para Dios, con ayunos, oración y buenas obras, meditando día y noche en la divina ley. Comunicaba a los demás lo que recibía del cielo con su estudio y oración, enseñando a presentes y ausentes con su palabra y escritos” (3, 1-2).

Al servicio de la Iglesia

“Ordenado, pues, presbítero, luego fundó un monasterio junto a la iglesia, y comenzó a vivir con los siervos de Dios según el modo y la regla restablecida por los apóstoles. Sobre todo miraba a que nadie en aquella comunidad poseyese bienes, que todo fuese común y se distribuyese a cada cual según su menester, como lo había practicado él primero, después de regresar de Italia a su patria (5, 1).

En la ciudad de Hipona había contagiado e inficionado entonces a muchísimos ciudadanos y peregrinos la herejía pestilente de Manés, por seducción y engaño de un presbítero de la secta, llamado Fortunato, que allí residía y buscaba adeptos. Entre tanto, los cristianos de Hipona y de fuera, tanto católicos como donatistas, se entrevistan con el sacerdote, rogándole fuera a ver a aquel maniqueo, a quien tenían por docto, para tratar con él de la ley.

[...] Señalados, pues, el día y el lugar, se tuvo la reunión con muchísimo concurso de estudiosos y curiosos, y dispuestas las mesas de los notarios, se comenzó la discusión, que se acabó al segundo día. En ella, el maestro maniqueo, según consta por las actas de la conferencia, ni pudo rebatir las aserciones de la doctrina cristiana ni apoyar sobre bases firmes la de Manés (6, 1-2; 6-7).

Enseñaba y predicaba privada y públicamente, en casa y en la iglesia, la palabra de la salud eterna contra las herejías de África, sobre todo contra los donatistas, maniqueos y paganos, combatiéndolos, ora con libros, ora con improvisadas conferencias, siendo esto causa de inmensa alegría y admiración para los católicos, los cuales divulgaban donde podían a los cuatro vientos los hechos de que eran testigos. Con la ayuda, pues, del Señor, comenzó a levantar cabeza la iglesia de África, que desde mucho tiempo yacía seducida, humillada y oprimida por la violencia de los herejes, mayormente por el partido donatista, que rebautizaba a la mayoría de los africanos (7, 1-2).

Nombrado obispo, predicaba la palabra de salvación con más entusiasmo, fervor y autoridad; no sólo en una región, sino donde quiera que le rogasen, acudía pronta y alegremente, con provecho y crecimiento de la Iglesia de Dios (9, 1).

Dilatándose, pues, la divina doctrina, algunos siervos de Dios que vivían en el monasterio bajo la dirección y en compañía de San Agustín, comenzaron a ser ordenados clérigos para la iglesia de Hipona. Y más adelante, al ir en auge y resplandeciendo de día en día la verdad de la predicación de la Iglesia católica, así como el modo de vivir de los santos y siervos de Dios, su continencia y ejemplar pobreza, la paz y la unidad de la Iglesia, con grandes instancias comenzó primero a pedir y recibir obispos y clérigos del monasterio que había comenzado a existir y florecía con aquel insigne varón: y luego lo consiguió. Pues unos diez santos y venerables varones, continentes y muy doctos, que yo mismo conocí, envió San Agustín a petición de varias iglesias, algunas de categoría (11, 1-3).

Era aquel hombre memorable el miembro principal del Cuerpo del Señor, siempre solícito y vigilante para trabajar en pro de la Iglesia; y por divina dispensación tuvo, aun en esta vida, la dicha de gozar del fruto de sus labores, primeramente con la concordia y la paz, restablecida en la iglesia y diócesis de Hipona, puesta bajo su vigilancia pastoral, y después en otras partes de África, donde vio crecer y multiplicarse la Iglesia por esfuerzo suyo o por mediación de otros sacerdotes formados en su escuela, alborozándose en el Señor, porque tan a menos habían venido en gran parte los maniqueos, donatistas, pelagianos y paganos, convirtiéndose a la verdadera fe” (18, 6-7).

Forma de vida

“Sus vestidos, calzado y ajuar doméstico eran modestos y convenientes: ni demasiado preciosos, ni demasiado viles, porque estas cosas suelen ser para los hombres motivo de jactancia o de abyección, por no buscar por ellos los intereses de Jesucristo, sino los propios. Pero él, como he dicho, iba por un camino medio, sin torcerse ni a la derecha ni a la izquierda. La mesa era parca y frugal, donde abundaban verduras y legumbres, y algunas veces carne, por miramiento a los huéspedes, y a personas delicadas. No faltaba el vino en ella, porque sabía y enseñaba, como el Apóstol, que toda criatura es buena, y nada hay reprobable tomado con hacimiento de gracias, pues con la palabra de Dios y la oración queda santificado (22, 1-2).

Usaba sólo cucharas de plata, pero todo el resto de la vajilla era de arcilla, de madera o de mármol; y esto no por una forzada indigencia, sino por voluntaria pobreza. Se mostraba también siempre muy hospitalario. Y en la mesa le atraía más la lectura y la conversación que el apetito de comer y beber. Contra la pestilencia de la murmuración tenía este aviso escrito en verso: El que es amigo de roer vidas ajenas, no es digno de sentarse en esta mesa (22, 5-6).

Alternativamente delegaba y confiaba la administración de la casa religiosa y de sus posesiones a los clérigos más capacitados. Nunca se vio en su mano una llave o un anillo, y los ecónomos llevaban los libros de cargo y data. A fin de año, le recitaban el balance, para que conociese las entradas y salidas y el remanente de la caja, y fiábase en muchas transacciones de la honradez del administrador, sin verificar una comprobación personal minuciosa” (24, 1).

Invasión vandálica y últimos días

“Por voluntad y permisión de Dios, numerosas tropas de bárbaros crueles, vándalos y alanos, mezclados con los godos y otras gentes venidas de España, dotadas con toda clase de armas y avezadas a la guerra, desembarcaron e irrumpieron en África; y luego de atravesar todas las regiones de la Mauritania penetraron en nuestras provincias, dejando en todas partes huellas de su crueldad y barbarie, asolándolo todo con incendios, saqueos, pillajes, despojos y otros innumerables y horribles males. No tenían ningún miramiento al sexo ni a la edad; no perdonaban a sacerdotes y ministros de Dios, ni respetaban ornamentos, utensilios ni edificios dedicados al culto divino (28, 4-5).

Todas estas calamidades y miserias, rumiándolas con alta sabiduría, las acompañaba con copioso llanto diario. Y aumentaron su tristeza y sus llantos al ver sitiada la misma ciudad de Hipona, todavía en pié, de cuya defensa se encargaba entonces el en otro tiempo conde Bonifacio, al frente del ejército de los godos confederados. Catorce meses duró el asedio completo, porque bloquearon la ciudad totalmente hasta en la parte litoral. Allí me refugié yo con otros obispos, y permanecimos durante el tiempo del asedio (28, 12-13).

Aquel santo varón tuvo una larga vida, concedida por divina dispensación para prosperidad y dicha de la Iglesia; pues vivió setenta y seis años, siendo sacerdote y obispo durante casi cuarenta. En conversación familiar solía decirnos que, después del bautismo, aun los más calificados cristianos y sacerdotes deben hacer digna y conveniente penitencia antes de partir de este mundo. Así lo hizo él en su última enfermedad de que murió, porque mandó copiar para sí los salmos de David que llaman de la penitencia, los cuales son muy pocos, y poniendo los cuadernos en la pared ante los ojos, día y noche, el santo enfermo los miraba y leía, llorando copiosamente (31, 1-2).

Hasta su postrera enfermedad predicó ininterrumpidamente la palabra de Dios en la iglesia con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano consejo. Y al fin, conservando íntegros los miembros corporales, sin perder ni la vista y el oído, asistido de nosotros, que le veíamos y orábamos con él, durmióse con sus padres, disfrutando aun de buena vejez. Asistimos nosotros al sacrificio ofrecido a Dios por la deposición de su cuerpo y fue sepultado. No hizo ningún testamento, porque como pobre de Dios, nada tenía que dejar (31, 4-6).

Dejó a la Iglesia clero suficientísimo y monasterios llenos de religiosos y religiosas, con su debida organización, su biblioteca provista de sus libros y tratados y de otros santos; y en ellos se refleja la grandeza singular de este hombre dado por Dios a la Iglesia, y allí los fieles lo encuentran inmortal y vivo” (31, 8).

Posidio († d. 437)

* Vida de San Agustín, en Obras completas de San Agustín, vol. I (BAC. 6ª ed.), Madrid 1994, 303-65 (extracto literal). Trad. de V. Capánaga, o.a.r.

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